jueves, 18 de agosto de 2016

DIANA, INTELIGENTE Y ENCANTADORA DIANA

Diana es la diosa de la caza en la mitología romana. Si al oír ese nombre, lo primero que te viene a la cabeza es la diosa cazadora, crees que es lo primero que le viene a la cabeza a cualquiera. Pues no es así. Google, por ejemplo, piensa de otra manera llamémosle más actualizada y la primera relación que hace es con la Princesa Diana de Gales, la primera mujer del Príncipe Carlos de Gales, heredero de la Corona británica. Dos factores, principalmente, la convirtieron en un personaje mundialmente conocido: su controvertida separación matrimonial y su posterior, y también polémica muerte en un accidente de tráfico junto a su novio Dodi Al Fayed. ¿Qué relación hay entre las dos, a parte del nombre? ¿Su estética? A la diosa de la caza se la describe poéticamente como una mujer fuerte, atlética y guapa. A  Diana de Gales también se la puede describir de esa manera. Y, asumiendo el riesgo de que pueda parecer una comparación forzada, la protagonista de nuestra historia es una mujer fuerte, atlética y guapa. 
     Diana, nuestra Diana,  nació en Jeddah. Y aunque hace treinta años la ciudad no era ni de lejos lo que es ahora, recuerda su infancia con nostalgia. “Cuando era niña solo existía el Jeddah International Market y Corniche Center; ir de compras, a tomar un café o a cenar, no eran una opción de ocio. Así que jueves y viernes, que eran los días de fin de semana, íbamos a la playa con otras familias y hacíamos barbacoas. Los hombres se sentaban en una alfombra, las mujeres en otra, y los niños jugábamos”. ¿Hay algo que le guste más a un niño que la arena? Otra alternativa era la ciudad de Taif. A 200 kilómetros de Jeddah, dos horas y media en coche está Taif, la ciudad de recreo por excelencia de la provincia de Meca. Su clima es más fresco y su paisaje, montañoso y verde. Y como garantía de que es un buen lugar el gobierno saudí lo escogió como su residencia oficial de verano. La ciudad también es famosa por el cultivo de frutas como uvas, granadas, higos, por su miel y por sus rosas. Las rosas de Taif son apreciadas en Arabia desde siempre. Su uso tradicional es para perfumar a los novios saudíes y para hacer dulces, aunque ya se van conociendo en otros lugares. En el 2013, la casa de perfumes Perris Monte Carlo sacó al merado uno llamado precisamente Rose de Taif. 
     Diana es la pequeña de cuatro hermanos. Estudiaban en un colegio cerca de casa, de 7 a 2 de la tarde. "Volvíamos a casa, comíamos y dormíamos la siesta un rato y después estudiábamos. Cuando venía mi padre de trabajar nos ayudaba a hacer la tarea. Mi madre no sabía árabe, ni inglés, que era lo que estudiábamos en el colegio, así que era mi padre el que todas las tardes se sentaba con nosotros para ayudarnos”. 
      La infancia de Diana transcurría como las de sus amigas: colegio, casa, deberes, y los fines de semana, alguna salida al mar, a casa de algún amigo de la familia, alguna excursión fuera de la ciudad. Quizás la mayor diferencia estaba en que las vacaciones de verano las pasaba en Salamanca, ciudad natal de su madre y segunda ciudad para ella. Ella y sus tres hermanos cursaron allí sus carreras universitarias, y todos se quedaron en España a ejercer sus profesiones. Todos menos Diana porque ella eligió Jeddah, o Jeddah la eligió a ella.  

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     Todavía era una adolescente con sueños de niña, con su vestido de colegio y sus calcetines cortos, cuando empezó a notar que su vecino, un chico que vivía en el edificio de enfrente, la había descubierto. Él, que para ella ya era mayor, tenía veinte años, había visto a la verdadera Diana, había sido capaz de despojarla de su imagen de niña y advertir a la persona que había en el interior. Realmente, muchos de nosotros, cuando notamos que gustamos a alguien de forma especial, nos sentimos revelados, como si hasta entonces solo hubiésemos sido el negativo de un carrete fotográfico, como si fuéramos un cuadro en blanco y negro y,  solo esa persona, como por arte de magia, hace surgir el color en nosotros. Y si tienes quince años, todos sabemos que esos sentimientos son los mismos pero multiplicados por mil.  
      Sin hablar, sin ponerse de acuerdo previamente, solo siguiendo el dictado de la intuición y atendiendo a los mensajes corporales, subieron a las terrazas de sus respectivas casas en un intento de materializar o confirmar todas aquellas miradas, gestos y actitudes. Él, desde allí le tiró un papel con su número de teléfono. El papel pesaba poco y no llegó hasta Diana. Después volvió a escribir el número en un nuevo papel y lo prendió con una pinza de la ropa. Así llegó hasta la terraza de Diana. Hablaron por teléfono. Se gustaron. Y siguieron mirándose desde las alturas algunas veces más.
    Una tarde la madre de Diana cayó en la cuenta de que su hija, en ocasiones acompañada de una amiga, subía a la azotea previo paso por el aseo de donde salía bien peinada y con brillo en los labios. La actitud de Diana levantó sus sospechas y decidió comprobar lo que pasaba. Y efectivamente, cuando subió a otear los movimientos de su hija, alcanzó a ver como un joven, en el solario del edificio de enfrente, se agachaba en un intento de esconderse de su mirada, al verse descubierto. Fueron pillados in fraganti, y aunque estaban a varios metros de distancia, es lo más cerca que un hombre y una mujer, sin estar casados, pueden estar en aquel país.
    El pequeño secreto de Diana se había destapado. “Mi padre me dijo que a mi edad mi única ocupación debían ser mis estudios y que era demasiado joven para pensar en una relación. Y me recordó todas las normas sociales de Arabia que son muy estrictas con estas cosas”. Diana compartía las advertencias de su padre. Estaba totalmente de acuerdo con sus consejos y sus intenciones estaban lejos de defraudarlo. Pero, ¿qué habría de malo en dar otro paso más?  

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 Los padres de Diana supieron que el joven vecino del edificio colindante estaba interesado en su hija pequeña, y que ella también sentía atracción por él. Y más cuando Diana se atrevió a desafiar las normas saudíes y le pidió a su madre que le permitiera ver de cerca al joven, que accediera a un encuentro en el descansillo de su casa con el objetivo de poder distinguir su fisonomía con claridad. Al principio la madre dijo no, no y no, pero, como es frecuente en las madres, luego dijo ya veremos y más tarde terminó aceptando. Así que la pareja se puso de acuerdo y Diana informó a su madre de que "esta tarde, a las cinco, Bassam subirá hasta la puerta de casa”. Cuando llegó la hora, con puntualidad británica, madre e hija salieron al descansillo, antes de que él llamara a la puerta para, sobre todo, para no llamar la atención de los vecinos. Al momento se oyó abrirse la puerta del portal y el  correr de alguien por las escaleras. En cuestión de segundos Bassam apareció delante de ellas. Al llegar al segundo piso y verlas paradas delante de la puerta de la casa, se quedó tan paralizado que parecía una estatua de piedra. La pareja se miró a los ojos, la madre de Diana observaba a los dos, y Diana no recuerda si llegaron a decir algo, si hubo alguna palabra de por medio porque la tensión era alta. Solo sabe con certeza, o al menos así consta en su memoria, que pasado un instante, él se dio media vuelta y se marchó por donde había venido. De todas formas, el deseo de verse de cerca se había cumplido, y de alguna forma, entre ellos, se había sellado un compromiso.

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El compromiso entre la joven pareja fue creciendo, primero gracias al teléfono; Diana aprovechaba cada momento que se encontraba sola en casa para marcar el número de la casa de Bassam. Después de la primera factura, las llamadas disminuyeron porque la bronca de sus padres fue monumental, tanto que, en otro acto típico de padres enfadados, la amenazaron con cortar el cable telefónico. Otras veces se veían en fiestas. Esto era posible gracias a una amiga de la madre de Diana. Se trataba de una madrileña casada con un sirio y con un hijo de la edad de Diana. El chico hacía fiestas con compañeros y compañeras del colegio e invitaba a Diana y a su “vecino”. Las familias eran amigas y todos estaban de acuerdo en permitirles esos encuentros. 
     El tiempo pasa rápido, especialmente cuando estás enamorado. Así que cuando Diana se quiso dar cuenta ya había terminado sus estudios de bachillerato y tal y como estaba acordado con su familia y como habían hecho sus hermanos, se tenía que ir a Salamanca a estudiar una carrera universitaria. Se matriculó en farmacia siguiendo los pasos de su padre. Pero de alguna manera había que cerrar la relación que mantenía con Bassam. Él estaba dispuesto a casarse. Esos dos años de relación le habían bastado para saber con toda seguridad que quería a Diana. Pensar ahora en una separación les partía el corazón. Ella sabía dónde iba pero para él, España estaba demasiado lejos tanto en kilómetros como en cultura. Son momentos en lo que todo se vuelve frágil; la fuerte relación de ayer parece que hoy se podría romper con un solo soplido, con un suspiro. Bassam pidió al padre de Diana una boda antes de que ella se marchara, como si con ello, con el hecho de firmar su compromiso ante dios y ante la gente, echase cemento a la relación. El padre de Diana respondió que su hija era demasiado joven para casarse y que no habría boda hasta que no regresara con su título universitario debajo del brazo. 
    Diana se marchó a Salamanca a comenzar sus estudios. Bassam no tenía nada que comenzar, solo continuar, seguir con sus estudios, permanecer con su vida pero, sin Diana. Y se quedó con esa profunda sensación de soledad que nace dentro de uno cuando la persona a la que amas se aleja; por muy justificada que esté su marcha, siempre germina la dolorosa semilla de la incertidumbre.  

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 Diana pasaba las vacaciones en Jeddah. En Salamanca estaban sus tres hermanos, en Jeddah sus padres y su novio. La pareja vivía el momento de estar cada uno en una ciudad con resignación, con toda la paciencia de que eran capaces y con una meta muy marcada: en el momento en que ella terminara sus estudios, volvería a Jeddah y se casarían, estarían por fin juntos. Tendrían que esperar cinco años. Ese tiempo se presentaba largo y cuesta arriba. No quedaba más remedio que armarse de humildad y asumir las circunstancias. Y cuando todo parecía que rodaba bien, que seguía su marcha según lo previsto, el destino habló. 
    Diana cursaba su segundo año de carrera. Un día a las siete de la mañana suena el teléfono. Diana, ya despierta porque tenía que ir a hacer unas prácticas relacionadas con sus estudios, responde. Una amiga de su madre, que llama desde Jeddah, le dice que quiere hablar con su hermano mayor. Diana piensa que esas llamadas tan tempranas suelen ser portadoras de malas noticias pero, sin darle más vueltas despierta a su hermano. Y él recibe el mensaje: tienen que viajar inmediatamente a Jeddah porque su padre ha ingresado en el hospital con un aneurisma cerebral. Se marcharon y, varias horas después,  cuando llegaron a la ciudad saudí, encontraron a su padre en una camilla, tapado con ropa blanca de hospital y con un diagnóstico que decía: muerte cerebral. Unos días después se certificaba su muerte.
    Diana es incapaz de sostener las lágrimas cuando recuerda a su padre, “el mejor padre del mundo, el más bueno y el más cariñoso de los padres”. Ella solo tenía 19 años. Todavía lo necesitaba; aún tenía que verla graduarse, incluso tenía que acompañarla el día de su boda. ¿Qué pasa con todo eso? ¿Cómo se puede hacer sin él, sin su apoyo, sin su compañía? Ahora que ha pasado el tiempo, que sus necesidades son otras,  piensa en la pena de que sus hijos no le hayan conocido porque "hubiese sido el mejor abuelo del mundo".   

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 Los primeros momentos, tras la muerte del padre de Diana fueron de desconcierto. Para todos. Pero especialmente para Diana y para su madre. Esta última quería vender los muebles, la casa, todo,  y no paraba de repetir “¿y ahora yo que pinto aquí? ¿Qué hago yo aquí sin vuestro padre?” La vida que había llevado en los últimos treinta años se había acabado; sus hijos estaban fuera cursando sus estudios o trabajando, y quien sabe si volverían, y su marido, también se había ido y sin esperanza de que volviera.Y eso duele más sin una fe que te venda un increíble reencuentro en el más allá de todo lo que conocemos aquí. Lo más acertado sería, cerrar la casa, como si de una fábrica se tratara, y volver a España. Había concluido una etapa y había que empezar otra, y mejor en su tierra natal que conocía bien y donde tenía todo lo que pudiese necesitar. En Jeddah, había pasado los mejores años de su vida, y dejaba a muchos amigos, pero era una extranjera.Y ahora, una extranjera sola, sin hijos y sin marido.  “Lo mejor es que me vuelva a casa”, determinó. Pero Diana lo tenía todo abierto en Jeddah. Irse definitivamente no era una opción para ella porque la esperaba Bassam. La tensión de los momentos difíciles o te ayuda a pensar con más claridad  o te ayuda a seguir tus instintos con determinación, sin dar rodeos que la mayoría de las veces son inútiles. Creo que fue esto último lo que llevo al novio de Diana a plantear la solución: “Diana y yo nos casamos ya. Solo yo quedo aquí. Quiero compartir mi vida con Diana, y si ahora marcháis todos, no veo el momento de vuestra vuelta para celebrar una boda. Solo si soy su marido quedaré tranquilo y en paz”.  Así habló a la madre de Diana que, aunque conocía a Bassam desde hacía años, en ese momento lo vio por primera vez como a un adulto, como a una persona responsable y con determinación,  muy seguro de lo que quería. Con aquel discurso, Bassam pasó de niño a hombre ante los ojos de la madre de Diana.  

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   Pasaron las exequias. Los ánimos se fueron tranquilizando. Diana regresó con su madre y sus hermanos a España pero, con la promesa a Bassam de que en un año se casarían. Y así fue: al año se celebró la boda, una ceremonia sencilla, y un trámite que le permitió convivir con Bassam, compartir su tiempo y su vida con él. Volvió a Jeddah y allí continuó sus estudios. O más bien los renovó porque, después de haber cursado dos años de farmacia se decidió a estudiar lo que realmente le gustaba. “No me gustaba la química, esa asignatura se me resistía. Así que lo dejé y me matriculé en la facultad de economía en Jeddah”.
  Aunque se casó antes de lo esperado nunca se le pasó por la cabeza dejar sus estudios, eso, la importancia de su educación, era algo que su padre le había inculcado desde niña. De hecho, en el contrato de matrimonio estaba especificado que tenía que terminar sus estudios. En Arabia esos documentos son mucho más que la legalización de una unión; Diana asegura que en esos papeles se especifica todo lo que uno quiera. Por supuesto, ahí también queda constancia de la dote que le da el marido, un dinero que se le entrega a la novia en el momento en el que se firma el contrato, ante el juez. También hay gente que escribe los términos de un posible divorcio, entre ellos, la cantidad de dinero que el marido deberá entregarle a la mujer dado el caso. Según Diana, entre la clase media de Jeddah, la dote en una boda es de 100 mil reales, entre 25 mil y 30 mil euros. En su caso, cuenta que le parecía demasiado pedir tanto, sobre todo porque ella todavía era una estudiante y tenían que poner la casa. Decidió pedir solo 30 mil reales pero, para curarse en salud, dejó escrito en su certificado de matrimonio, que en caso de divorcio, su marido le debería dar 70 mil reales. “ A mi suegra, eso no le gustó. Pero en la familia de mi padre se hace”. 
   Después de unos años de matrimonio, la pareja tuvo su primer hijo. Tenían planeado aumentar la familia una vez que Diana hubiese terminado sus estudios. Eran jóvenes y se lo podían permitir, pero no aguantaron tanto y se embarcaron en la aventura de criar un hijo cuando a Diana todavía le quedaban casi dos cursos. Hizo cuarto embarazada y el último con su niño en los brazos.

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Cuando terminó la carrera Diana ya tenía un bebé y al poco tiempo vendría otro. Cualquier mujer que haya sido madre sabe que esos primeros años de crianza son difíciles. Ser madre, entre otras, significa que dejas de ser la mujer que eras para pasar a ser madre. Es un cambio único, un cambio que transforma, silenciosamente, de forma sibilina, por dentro y por fuera. El cuerpo se altera, se desvirtúa, primero por el embarazo y después por falta de tiempo y de ganas de pintarse la raya del ojo. Y la mente, que también conmuta, pasa al modo “atender hijos”. Y eso le pasó a Diana: “fueron los peores años. Todo el día en casa cuidando de los niños. Por la noche llegaba mi marido cansado de trabajar y yo estaba cansada de estar en casa. Él se esforzaba y salíamos un rato a pasear, a cenar, pero al momento, yo también me sentía agotada y volvíamos a casa. Aquellos años fueron un infierno”.
    Al cabo de algún tiempo, cuando Diana consideró que los niños ya podían ser atendidos en una guardería, buscó un trabajo. Y las cosas volvieron a cambiar, reapareció la luz. “Conocí gente, salía una vez a la semana con mis nuevas amigas. Comencé a tener algo de vida social. Aquello era otra cosa”.   
    Diana vive su rutina con satisfacción: tiene una bonita familia, un trabajo que le agrada, y de vez en cuando viaja a otras partes del mundo. Eso sí, la mayor parte del verano la reserva para su ciudad española donde el clima es fresco y la calle es un lugar de distracción y comunicación insustituible. “Quiero que mis hijos aprendan las dos culturas, que sepan desenvolverse con facilidad en España y en Arabia. Los intento educar con los mismos principios que aprendí de mi padre: tolerancia y respeto hacia los que profesan otra religión o tienes otras ideas. Por supuesto, mi marido que es saudí está de acuerdo. Le gusta España. Y eso que no aprendió español a pesar de que, cuando éramos novios, iba a España en verano para estar conmigo con el pretexto de aprender el idioma (que nunca aprendió)”. 
      Diana vive la ausencia de su padre. Incluso cuando habla de Bassam, que es su pareja desde hace casi quince años, vuelve a recordar a su padre. No era saudí pero conocía bien la cultura, por el tiempo que vivió allí y por su procedencia, era palestino, musulmán. Aun así y a pesar de lo que muchos puedan pensar Diana dice que su padre era su gran amigo y fue al primero que le habló de Bassam, porque “mi madre era más como Franco”. Y asegura que cuando conoció a su novio supo que “era una persona tan buena y tolerante como su padre. Y con él podría llevar la vida que de niña había llevado con su familia”.  

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La mayoría de la población saudí parece tener lo que el dinero puede proporcionar rápidamente: coches, carreteras, relojes, teléfonos móviles. Ahora bien, el cambio de mentalidad ( que también lo da el dinero, por supuesto no tienen la misma mentalidad los ricos que los pobres), la forma de pensar, necesita mucho más tiempo para cambiar; es fácil cambiar un camello por un coche pero para que ese coche lo pueda conducir una mujer tendrán que pasar muchos años.
   Si hay algo que oprime en una sociedad, eso es la fama, la opinión que la gente tiene de alguien. En tu interior puede que seas capaz de evitar que la opinión de los demás te afecte, pero aun así, es indudable que una “mala fama” puede hundir la carrera más brillante. En la sociedad saudí la “somha” es un peso diario y omnipresente, especialmente si eres mujer. Diana nos cuenta que “si una mujer habla con un hombre y luego no se casan, la mala fama le perseguirá toda la vida. Por eso hay que cuidar mucho tu comportamiento hacia un hombre”. Parece lógico en una sociedad donde el hombre y la mujer nunca comparten espacios,  ni en una cafetería, ni en un restaurante, ni en la mezquita, en ninguna parte. “Tengo amigas que no conocen a sus cuñados. Nunca los han visto y nunca ellos las han visto a ellas. Hasta hace poco vivían en tiendas de campañas, en jaimas”. 
   En las ciudades hay otro tipo de población, los “hadas”,  gente con más preparación académica, más nivel cultural, más acostumbrados a la ciudad porque sus padres ya vivían en urbes. Las mujeres estudian y después trabajan. Son los que van soltando el lastre de la somha. A este grupo pertenece Diana que nació en Arabia, se casó en Arabia y vive en ese país. Su familia, su educación,  su carácter, todo ello,  ha hecho que Diana sea un ejemplo de que a pesar de las presiones y condicionamientos sociales, si quieres, estés donde estés, ”puedes vivir a tu manera”.  

DIANA_10. ÚLTIMA PARTE.

   La mayoría de la población saudí parece tener lo que el dinero puede proporcionar rápidamente: coches, carreteras, relojes, teléfonos móviles. Ahora bien, el cambio de mentalidad ( que también lo da el dinero, por supuesto no tienen la misma mentalidad los ricos que los pobres), la forma de pensar, necesita mucho más tiempo para cambiar; es fácil cambiar un camello por un coche pero para que ese coche lo pueda conducir una mujer tendrán que pasar muchos años.
   Si hay algo que oprime en una sociedad, eso es la fama, la opinión que la gente tiene de alguien. En tu interior puede que seas capaz de evitar que la opinión de los demás te afecte, pero aun así, es indudable que una “mala fama” puede hundir la carrera más brillante. En la sociedad saudí la “somha” es un peso diario y omnipresente, especialmente si eres mujer. Diana nos cuenta que “si una mujer habla con un hombre y luego no se casan, la mala fama le perseguirá toda la vida. Por eso hay que cuidar mucho tu comportamiento hacia un hombre”. Parece lógico en una sociedad donde el hombre y la mujer nunca comparten espacios,  ni en una cafetería, ni en un restaurante, ni en la mezquita, en ninguna parte. “Tengo amigas que no conocen a sus cuñados. Nunca los han visto y nunca ellos las han visto a ellas. Hasta hace poco vivían en tiendas de campañas, en jaimas”. 
   En las ciudades hay otro tipo de población, los “hadas”,  gente con más preparación académica, más nivel cultural, más acostumbrados a la ciudad porque sus padres ya vivían en urbes. Las mujeres estudian y después trabajan. Son los que van soltando el lastre de la somha. A este grupo pertenece Diana que nació en Arabia, se casó en Arabia y vive en ese país. Su familia, su educación,  su carácter, todo ello,  ha hecho que Diana sea un ejemplo de que a pesar de las presiones y condicionamientos sociales, si quieres, estés donde estés, ”puedes vivir a tu manera”.  

MARÍA DE LA O, "UNA MUJER DE ARMAS TOMAR"

   Nuestra protagonista, María de la O, solo coincide con el famoso personaje de la canción en el nombre. Que nadie piense que fue “desgraciadita teniéndolo to”, ni que por “el maldito parné” dejó al gitano que fue su querer. O, la llamaremos así con cariño y para abreviar, eligió con el corazón. Y amó a su “sultán”. Aun hoy,  que ya  no está, lo sigue amando. 
    O nació, creció, estudió y se casó en Salamanca. Y actualmente, vive su jubilación en esta misma ciudad. Pero, desde su boda hasta su retiro, en ese periodo de tiempo, el más pleno para la mayoría de los seres humanos, O vivió mucho y en muchos lugares poco habituales para una salmantina, y para cualquier español.
     La ciudad castellano leonesa puede presumir de muchas cosas: es Patrimonio de la Humanidad, entre cosas por su Catedral, la Plaza Mayor, la Casa de las Conchas, las Escuelas Mayores; su Semana Santa está declarada de Interés Turístico Internacional; y su historia, en general, está ligada a nombres como Antonio de Nebrija, Cristóbal Colón, Fernando de Rojas o Miguel de Cervantes. Pero, sobre todo, puede estar orgullosa de su Universidad, de su antigüedad y de su prestigio. Y esa buena reputación de la enseñanza universitaria de Salamanca, atrae a miles de estudiantes de muchas partes del mundo. Uno de esos estudiantes, venido desde Palestina a estudiar farmacia, a principios de los setenta, conquistó el corazón de O.

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   Eran los últimos años de los sesenta. Nuestro país estaba experimentando el “milagro económico español”. El gobierno de Franco había dado el visto bueno a unos planes de desarrollo diseñados por una nueva clase de políticos, que impulsaron fuertemente la economía. España empezó a formar parte del grupo de países industrializados, se abrió al turismo masivo, desarrolló una clase media, nació la sociedad de consumo (la televisión y el 600 se hicieron populares), aumentó la facilidad para moverse y para acceder a la información, y todo esto,  trajo un cambio de mentalidad. Estamos hablando de los años en los que la iglesia católica empezaba a sentir que perdía influencia en la sociedad, que las relaciones sociales y sexuales comenzaban a ser distintas y que llegaban modas y hábitos de otros países que aceptábamos con complacencia. 
     Este era el momento que estaba viviendo España cuando O conoce a un chico de origen palestino que estudia farmacia en Salamanca. Le gusta. Y recuerda que tuvo algún problema de celos porque otro joven estudiante, éste de origen libanés, andaba también detrás de ella. Se trata de un recuerdo vago. O tenía claro a quien quería así que se lo presentó a sus padres que lo vieron, en principio, con buenos ojos porque “era educado y muy guapo”. 
   Se casaron, por la Iglesia,  porque en España, era imposible de otra manera, aunque las cosas estuvieran empezando a cambiar. Dice O que, para la boda, necesitó un permiso especial del obispado porque el novio era musulmán. Pidió el permiso, se lo dieron y en ese mismo encuentro el cura le advirtió de que su novio podría casarse con otra, u otras mujeres, en el futuro,  y le insistió en que pensara bien lo que estaba haciendo. La boda se llevó a cabo sin dudas, al menos por parte de O.  
   Pusieron su casa de recién casados y después, vino al mundo una hija del matrimonio. Dos años más tarde deciden mudarse a Jerusalén donde reside toda su familia política.

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  La pareja cierra su casa de Salamanca,  y con su bebé de seis meses, se marchan a la capital de Israel. “Nos recibieron con los brazos abiertos. Me habían preparado un armario lleno de vestidos y joyas de oro". 
     El suegro, dueño de distintos negocios, también contaba entre sus propiedades con varios edificios, uno lo ocupaba la familia, los otros los tenía alquilados, a cristianos. ¿Por qué a cristianos?, probablemente porque para un musulmán es más fácil exigir la renta a un cristiano, tanto por cultura como por preceptos religiosos. Esto es: por cultura porque un cristiano sacará el dinero de donde sea para pagar, la renta de la casa es lo primero; y por religión porque un musulmán debe ser condescendiente con otro musulmán y echar una mano si está en apuros económicos. Al menos eso es lo que sugiere, perspicazmente O.
      Sea como sea, el caso es que a pesar de que a los suegros le sobraban casas, la pareja se instaló con ellos. Otra opción era impensable para la familia política de O. “Mi marido era el hijo mayor y tenía que vivir con sus padres, en la misma casa”. Aunque la cultura y las costumbres sean poderosas, siempre hay otras razones, quizás menos visibles pero igual de decisivas. O, cree que su suegra deseaba, ante todo, tener cerca a su hijo mayor. Era el sentido de su vida aunque lo justificase como una costumbre que había que continuar, porque “así ha sido siempre”, frase con la que se justifican todas las costumbres en todas partes. Tenía otros ocho hijos pero ninguno le hacía latir el corazón como su hijo mayor, el marido de O. Y lo decía abiertamente ante todos, sin temor a que el resto de sus hijos pudiesen sentirse de menos.
     Aquella mujer era guapa y joven, se casó con quince años. Tenía los ojos negros y abundante pelo negro rizado, y dice O,  que le recordaba a “La Faraona”, a Lola Flores, por su físico, porque tenía "la misma cara, la misma nariz", pero también, "el mismo temple" y la misma mirada intensa y desconcertante, una de esas miradas de la que se dice que “lanzan cuchillos”. Con el tiempo,  O llegó a descodificar lo que esos ojos albergaban: “CELOS”, así con mayúsculas.  “Sentía celos si mi marido venía de trabajar y me besaba la mejilla, sentía celos si besaba a la bebé. Sentía celos hasta del abuelo, el padre de mi suegro, que también vivía con nosotros. El hombre me pedía leche y si no había yo bajaba a comprarla. Me pedía sopa, cosas blanditas porque tenía mal la dentadura, y yo, si no había se la hacía con gusto”. La suegra de O murmuraba entre dientes “si fuera para mí, no bajaría tan rápido a comprar leche. Si fuera para mí esa sopa la haría con menos gusto” ¿Cómo luchar contra los celos? De ninguna manera. Son tan irracionales que hagas lo que hagas será motivo de celos para un celoso que no es más que un egoísta mal enfocado. Así que a O solo le quedaba resignación, practicar la paciencia con convencimiento, con determinación, es la única forma de sobrellevar diariamente la compañía de una suegra celosa.  

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   Dice O que cuando llegó a Jerusalén, su obsesión por la limpieza debía estar en su estado más álgido. También tendría que ver que era joven y su energía estaba intacta o, simplemente, se trataba de una forma de ser o de una costumbre inculcada por su madre, que como muchas madres españolas, han pasado horas y horas sacando lustre a partes de la casa que, otras españolas y todo el resto de europeas,  ni repararían en que se podían limpiar.  O dedicaba mucho tiempo a la limpieza de su casa e incluso prolongó su actividad a la calle, a la calle donde vivía: O agarró una manguera, puso una escoba en las manos de sus acompañantes guardianas: cuñadas, sobrinas, etc y dejaron la calle como una patena. La idea logró sacar una sonrisa a su familia y a los vecinos que miraban asombrados.   
      Salvo alguna anécdota como la del párrafo de arriba, O dice que, en general se sentía muy presionada. Su familia política era un clan en vigilancia permanente, un peso agobiante al final del día: “hasta cuando salía a la calle a pasear a mi hija en el cochecito, venía alguien de la familia conmigo”. Esto y los celos de su suegra eran los contras de su vida en Jerusalén; a su favor tenía todo lo material que se pueda desear y el amor de su marido. Con estas pesas, la balanza se inclina un día para un lado y al día siguiente se echaba para el lado opuesto. Hasta el momento, en su báscula pesaba más el amor de su marido. Pero, todo cambia, las circunstancias se mueven y un factor aparentemente bondadoso dañó su bienestar, su estabilidad. Poco a poco le fue afectando de tal manera que llegó a dar pasos impensables.

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O se describe así misma como “de armas tomar” y su relato realmente lo confirma. 
    Jerusalén tiene algo más de siete millones de habitantes: el 2% son cristianos, algo más del 75% son judíos, el 16,5% son musulmanes. Y si algo abunda en aquella ciudad son congregaciones y grupos religiosos. Solo para hacernos una idea, en la Ciudad Santa hay 73 órdenes y congregaciones religiosas femeninas, relacionadas con la iglesia católica, según datos de una web oficial. Quizás hace cuarenta años, cuando nuestra protagonista andaba por allí, había menos, pero aun así, lo raro sería no tener relación con algún grupo religioso.
     O se topó con “las madres del calvario". Se refiere a las Religiosas Misioneras Hijas del Calvario que tiene un colegio en la ciudad, el colegio de Nuestra Señora del Pilar, fundado en 1923. Está situado en el centro de la ciudad vieja de Jerusalén, en el barrio cristiano. En la actualidad hay 210 niñas cristianas y musulmanas. Allí reciben enseñanza preescolar, elemental, secundaria y superior: de preescolar a preuniversitaria.  Las dos cuñadas de O estudiaban con “las madres del calvario” y O visitaba con cierta frecuencia a la directora, a la madre Pilar. Seguramente a la madre Pilar la movía un sentimiento cristiano cuando le decía a O que “lo más probable era que el día de mañana su marido se casase con otra mujer, incluso podría casarse con más, hasta con cuatro, si ese era su deseo”. O ya había oído esa advertencia antes, en España. Es una frase recurrente, una de las pocas cosas que los no musulmanes saben acerca de los musulmanes, quizás porque encierra algo de exotismo: la poligamia, para los pueblos que no la practican tiende a provocar un sentimiento contradictorio entre rechazo y envidia, al menos en una conversación popular, en una charla sin pretensiones intelectuales, es lo más frecuente. El caso es que O, por primera vez, empezó a pensar en ello. Había dos circunstancias que abonaron el terreno: una era que la madre Pilar se lo repetía con cierta frecuencia y la otra, que no estaba en casa, que no estaba en España con la seguridad de dominar lo que te rodea. Estas dos condiciones fueron las causas principales de que  O se plantease la posibilidad de que la madre Pilar llevase razón.

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   O se quejaba de la presión de su familia política: de que nunca podía salir sola, de la vida en casa de la suegra donde, lógicamente, se hace lo que ella manda, de no tener una casa propia cuando su suegro les proporcionaba una vivienda individual a todos sus hijos, menos al mayor, al marido de O. La madre Pilar escuchaba sus quejas y su consuelo era insistirle en que marcharse del país era relativamente fácil. Solo necesitaba la autorización de O para organizar un encuentro con el cónsul 
O, que ya pensaba en la posibilidad de marcharse, había cogido su pasaporte y lo tenía en su poder y a buen recaudo. Y recordaba como un día su cuñada, que era una niña por entonces, le había advertido de que si en algún momento quería marcharse, la pequeña tendría que quedarse con ellos porque llevaba sus apellidos. A lo que ella contestó: “si eso pasa, mi hija va por delante y si me lo impedís saco un cuchillo y corre la sangre por Jerusalén”. 
        O quería, principalmente,  tener una casa aparte de sus suegros pero, el paso de los días le hacía ver que era algo improbable. Tampoco veía factible la vuelta a España en un medio plazo: su suegro había adquirido una farmacia en un buen sitio de la ciudad para el hijo. Por otra parte, había días en los que la balanza se inclinaba hacia el lado de quedarse, de permanecer en Jerusalén junto a su marido al que quería y con el que no tenía problema alguno más que los relacionados con las imposiciones de su familia. 
      La inseguridad se había apoderado de O. En su cabeza daban vueltas las historias de la madre Pilar sobre otras mujeres a las que habían mandado de vuelta a casa, entre ellas a una a la que vistieron de monja para evitar sospechas. Estas historias se mezclaban con su experiencia con su marido al que no tenía nada que reprocharle en su relación personal. 
   Finalmente tomó una decisión: se puso "un gran abrigo blanco con un cuello de piel, cogió en brazos a su bebé y llamó a un taxi para que la llevara al consulado español".  

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   Una de sus cuñadas vio salir de la casa a O y tuvo que improvisar una respuesta a la pregunta de adónde iba: “al hospital francés a ponerle una vacuna a la niña, le dije”. El taxi las llevó hasta el consulado español pero, en la parte israelí de la ciudad. Estaba cerrado. Dice O que solo permanecía abierto el de la parte árabe. Ahora había que hacer frente a la confusión porque se encontró en la calle, sin coche y con el edificio cerrado.  “Llamé a una casa grande, con un enorme jardín que había al lado. Una mujer judía con muy buena apariencia me abrió. Con las cuatro palabras que sabía decir en inglés y con mi pasaporte en la mano, le dije que quería ir al consulado español. Ella, tras ofrecerme asiento y unos bombones, se puso en contacto con el cónsul. Me enviaron un coche y el chofer me recomendó taparme la cabeza con un pañuelo para evitar que me reconocieran los taxistas que trabajaban para la compañía de mi suegro”. 
     El automóvil, siguiendo órdenes del cónsul español, la condujo hasta el convento de las madres teresianas, que estaba, según O, junto al Monte de los Olivos. Una vez allí, en aquel convento,  la carga de inseguridad que la embargaba seguía siendo la misma, ni por un momento se sintió más relajada. O continuaba sin poder explicar claramente por qué quería marcharse, quizás porque a ella misma sus razones no le parecían con suficiente peso. Las monjas le preguntaban,  y ella solo atinaba a dar razones contradictorias y poco sólidas: insistía en que las relaciones con su marido eran buenas, en que tenía de todo y en abundancia pero, se sentía confundida y como si estuviera viviendo 400 años atrás, le parecía que el viaje a Jerusalén había sido un traslado en el tiempo, se había mudado a la edad media española. 
    En ese convento de las madres teresianas O recibió la visita del cónsul quien le aconsejó esperar unos días antes de coger el vuelo hacia España para comprobar si su familia política  había denunciado su marcha ante la policía. Si era así, la podrían detener en el aeropuerto y regresarla a casa. Mientras,  el marido de O visitó varias veces al cónsul en busca de alguna explicación a todo lo que estaba ocurriendo. El diplomático lo describió como sinceramente apenado por la huida de su mujer y su hija y terminó por aconsejar a O que se quedara, que se diera otra oportunidad. Así que después de tres días en el convento, vuelve al consulado. Allí la esperan su marido y su suegro. El reencuentro,  después de aquellos días de desconcierto,  fue emocionante: “mi marido me abrazó y me besó. Mi suegro no me hablaba”.

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   O está de nuevo en casa, en casa de sus suegros. Pasados unos días, en un intento de ganarse al diplomático español, la familia organiza una comida para el cónsul y su mujer. El suegro se esfuerza en mostrar su buena posición social para dejar sin justificación las razones de O para querer marcharse. Incluso le muestra un voluminoso montón de escrituras y otros documentos de sus propiedades y empresas. La mujer del cónsul (O recuerda de la pareja que eran vascos y jóvenes) le enumera la cantidad de cosas que la familia le está proporcionando, el bienestar del que disponen, e incluso le hace reparar en las vistas de la ciudad que había desde la casa: El Muro de las Lamentaciones, La Iglesia del Sepulcro, El Domo de la Roca…todo, se podía ver desde la gran terraza de la casa familiar.
     La reunión trascurría con agrado hasta que el diplomático, cometió una imprudencia. Quiso justificar que Jerusalén era una ciudad más moderna de lo que pensaba O, e hizo una apreciación poco afortunada que irritó profundamente a nuestra protagonista: en España están Las Urdes, al lado de Salamanca. 
   Efectivamente. Las Urdes es una comarca situada al norte de Extremadura, en la provincia de Cáceres y a pocos pasos de Salamanca. Y ha sido siempre ejemplo de retraso y subdesarrollo de la España rural. Más aun, después de que el cineasta Luis Buñuel realizara en 1932 una película documental sobre la zona titulada Las Urdes, tierra sin pan. La película denunciaba las condiciones de vida de sus habitantes.  Es tan dura que, el gobierno republicano de entonces, la prohibió porque daba mala imagen de España. Si lo que Buñuel mostraba en esa cinta era exagerado es subjetivo, pero sin duda, lo que quedó en la memoria popular es que en Las Urdes se vivía en la miseria, se creía en brujas y se llevaban a cabo prácticas poco virtuosas. 
Por tanto es comprensible que a O, le cayeran mal las palabras del cónsul porque como ella dice: “yo había estudiado y en Salamanca nunca había visto cosas tan feas como contaban de Las Urdes”.

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  Estamos en las mismas, donde empezamos: O seguía en casa, rodeada de las circunstancias de siempre y en su cabeza implantada la idea de volver a Salamanca, aunque parece que necesitaba un pretexto detonador; tenía muchos motivos para querer irse, pero necesitaba uno especial que justificase plenamente su deseo de querer marcharse, buscaba la excusa perfecta, la razón que le diera la razón.  “No pensaba en si quería a mi marido o no. Creía que una casa propia, alejada del clan familiar hubiese sido la solución, sobre todo porque así podría haber educado a mis hijos a mi manera, pero eso era imposible”. Y Llegó el día en que decididamente comunicó al marido que se quería marchar. El vio que no había vuelta atrás y lo planteó a la familia que exigió el divorcio. Y ella accedió,  animada también porque las leyes del país le permitían llevarse consigo a la bebé “siempre que no se la robasen y la llevaran hasta la cercana Jordania, en cuyo caso, tendría el asunto perdido", tal y como le habían advertido que podría suceder.
    La pareja se divorció. “Fuimos a una oficina y firmé lo que me dijeron. No entendía nada porque los papeles estaban en árabe. Claro que el divorcio solo era por el Islam porque también nos habíamos casado en España y allí entonces no había divorcio. En España seguía casada”. En este punto de su historia, María de la O añade con emoción: “cuando firmamos los papeles del divorcio ¡mi marido…..que tristeza! ¡Que Dios me perdone porque se las hice pasar mal, muy mal!”. 
   Tras firmar los papeles del divorcio la llevaron a casa de un primo del suegro. Allí tenía que esperar hasta el día del vuelo a España. Aquella familia que la hospedó con agrado no confiaba en que todo fuera tan fácil, temía que en cualquier momento vinieran a buscar al bebé.  “Soy de la familia y si vienen a por tu hija no puedo oponerme. Tenemos que evitar esa situación”. Así que por precaución, para prevenir la posibilidad del secuestro del bebé,  la trasladaron a casa de una amiga, de origen cubano, en la ciudad de Jericó. Y desde allí debía viajar al aeropuerto. Y en su mente estaba una frase ya grabada de tanto escucharla: "en ningún caso embarques sin tu hija, si lo haces puedes perderla para siempre".

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   Todo salió bien. O y su hija llegaron a Madrid sin ningún contratiempo. Solo habían pasado seis meses desde que se había marchado a Jerusalén y ya estaba de vuelta en su país, donde en principio, esperaba recuperar su vida y la estabilidad emocional que tantos altibajos había sufrido en esos últimos meses. Pero después de ciertos cambios siempre hay factores que se olvidan, que subestimas, sentimientos y reacciones incontrolables e imprevistos. Y O, a la que tanto había costado dar el paso de volver a casa y dejar a su marido, ahora estaba angustiada por su ausencia, le echaba de menos, le quería y el sentimiento afloraba con fuerza ahora que estaba en un ambiente favorable. 
     Su hija ya estaba escolarizada. Y su amiga Nancy le propone irse a trabajar con ella a Suiza: “te vendrá bien cambiar de ciudad y tener una ocupación para evitar pensar todo el rato él”. 
     De nuevo hizo sus maletas y se fue junto a su amiga a la ciudad suiza de Berna. La niña la dejó con los abuelos para que pudiera ir al colegio de forma estable y porque, de momento, el trabajo era solo por una temporada, seis meses. Trabajan en un hotel pequeño ubicado en las montañas donde, según cuenta O, muchos de sus huéspedes eran personas que venían a recuperarse después de haber estado hospitalizadas. La dueña era una mujer de unos setenta años y todas las personas que trabajaban allí eran mujeres, de diferentes nacionalidades. O arreglaba habitaciones y su amiga se dedicaba a la cocina; cada una eligió el trabajo que les pareció más grato. 
    O se acomodó a su nueva vida con relativa facilidad. Sin embargo seguía manteniendo contacto con su marido. De vez en cuando le mandaba fotos de la niña y algunas veces hablaban por teléfono. Ella le pedía que volviera a España y él siempre repetía el mismo discurso: “no puedo. Soy el mayor. Tengo que estar con mis padres”. 
Pasaron los seis meses y luego vinieron otros seis. Su amiga Nancy se casó con un español que conoció en Berna en aquellos días y O, también tuvo la oportunidad, pero su destino era otro, de alguna manera ya estaba encaminado, orientado.  

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   O era joven, decidida, trabajadora y simpática, entre otras muchas cosas, por eso es razonable que se le presentasen otras oportunidades sentimentales.
     Por entonces, O trabaja en Interlaken. Esto es una ciudad turística desde antaño. Está ubicada en el interior de Suiza. Pertenece al cantón de Berna y su particular paisaje atrajo a visitantes de la talla del poeta inglés Lord Byron, el compositor y pianista alemán Felix Madelssohn o el escritor y científico también alemán Goethe, todos ellos importantes representantes del romanticismo allá por el siglo XIX. Algunos años después la zona, conocida como el Jungfrau-Aletsch-Bietschhorn, un conjunto de montañas, valles y glaciares, fue declarada patrimonio de la Humanidad por la Unesco.
     En aquel idílico lugar O conoció a un chico con el que tuvo una relación bonita, cordial, afectuosa, amable, todo menos pasional. Alfredo tenía muchas cualidades para enamorarse de él. Desde la distancia que dan los años, O lo recuerda como una “persona muy buena. Su madre también lo era; estaba totalmente volcada en él porque era su único hijo después haber perdido a otro a causa del cáncer. Entonces, la madre cuidaba todo lo que él quería y en ese paquete estaba yo. Alfredo tenía en su mesilla de noche un portarretratos con una foto mía y de mi hija”. 
   Pero O cargaba con un pasado, corto pero intenso. Llevaba con ella una mochila difícil de abandonar, así se topase con un héroe o un príncipe; por una parte su divorcio solo era efectivo en Israel y no en España, por lo que unirse a otra persona no era ni una opción legal ni mucho menos católica; ni sus padres ni la sociedad española de entonces permitían tal cosa. Por otra parte estaba su hija que tenía un padre que la adoraba y que estaba en otra parte del mundo. Y por último O amaba a su marido, aunque en ese momento ,Alfredo hacía que ese sentimiento apareciera turbio y entre nubes. En el fondo de su corazón el recuerdo de su marido permanecía como un pájaro en una jaula esperando algo, un elemento sin especificar semejante a un milagro, que abriese la puerta para poder salir. 

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   Alfredo tenía en su mesilla de noche la foto de O, y O tenía en la suya, una foto de su marido con la leyenda: “recuerdo de tu esposo que nunca te olvidará”.  Así que cuando Alfredo conseguía atraer hacía él a O, la foto del marido de O, desde la intimidad de su cuarto, la hacía retroceder; los pasos dados durante el día hacía un lado, los deshacía por la noche hacia el contrario ante aquel retrato. Seguramente, cuando se la envió desde Arabia Saudí, donde había ido ocasionalmente por asuntos de trabajo,  ni imaginara que una foto podría tener unos efectos tan intensos. Aquella foto, la imagen de su rostro, sus ojos, tenían el poder de apretar un interruptor en el interior de O con el que se activaba el amor, el recuerdo se hacía más intenso y la esperanza de volver a su lado aparecía como algo sencillo y seguro. A veces, cuando sucedía esto, cuando el retrato conseguía darle a ese botón interno, O le hablaba por teléfono: “regresa a España, ven, vente con nosotras”, le pedía. Sin embargo él continuaba atrapado en su familia.
          Pero, como siempre hay un día para todo, un día en el que las cosas cambian, en una de estas llamadas él se atrevió a sincerarse y le explicó lo triste que estaba, la pena que sufría desde que se fue con la pequeña. Y esas palabras calaron en O, tanto, que cogió un avión desde Zurich a Tel Aviv. Para entonces ya habían pasado casi 5 años desde que O había dejado a su marido en Jerusalén. 
           El momento para viajar a Israel era malo. Pocos días antes había ocurrido “la masacre de Múnich” donde murieron once miembros del equipo olímpico israelí, en plenas olimpiadas. Aquello, lo inició un comando llamado Septiembre Negro, facción de la Organización para la Liberación de Palestina, entonces liderada por Yasir Arafat. Detrás vino una cadena de actos violentos por muchos lugares, sobre todo en Oriente Medio (para nosotros Oriente Próximo, aunque le llamemos Medio por influencia de USA)  y en Europa. En el aeropuerto de Zurich a O le revisaron absolutamente todo su equipaje. Y llevaba algo que la podría comprometer: una foto recortada de un periódico donde se podía ver a un príncipe saudí, a Yasir Arafat, en una de sus visitas a la ciudad saudí de Jeddah y el tío del marido de O, dueño del hotel donde se había hospedado el líder palestino. O llevaba el recorte escondido en un portarretratos, entre una foto de ella con su hija y el cartón del reverso. Quería que su familia política viese la foto porque asegura que ”entonces la gente estaba loca por Arafat porque estaba salvando su causa”. Tras hacerle un interrogatorio exhaustivo, que ella contestó tranquila y vestida elegantemente con abrigo y sombrero de ala ancha, negros, la dejaron embarcar. Sin embargo el viaje fue “raro”. Dice O que a su lado se sentó un señor que al poco de despegar, en alemán, le volvió a repetir las mismas preguntas que ya había contestado a las autoridades suizas en el aeropuerto.

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    O estaba casi segura de que el señor, alto y bien vestido, que se sentó a su lado en el avión, era policía. Ella respondió a sus preguntas como ya había hecho antes de embarcar: “voy a Jerusalén a visitar a mi ex marido y a su familia”. Él le aconsejaba que evitara volver a vivir en aquella ciudad. Y poco antes de aterrizar, quizás en un intento de disimular su condición o simplemente probando suerte, invitó a O a cenar. Ella llevaba un objetivo claro y ninguna intención de desviarse de sus intenciones por muy tentadora que fuera la propuesta.
      Aterrizó en Tel Aviv, a ochenta kilómetros de Jerusalén. Telefoneó a su ex marido que quedó sorprendido con la inesperada visita y algo decepcionado porque O había dejado a su hija en España con los abuelos. Mientras esperaba al ex marido, O repasó  mentalmente muchas cosas: por ejemplo, las palabras de sus padres y de su tía, con la que tenía una estrecha relación, que le aconsejaban volver con su marido. “Todos le querían. Todos pensaban que me había equivocado al dejarle”. Además a su hija la estaba privando de su padre. Y recordaba las informaciones que le habían llegado en los últimos años advirtiéndole de que su ex suegra intentaba buscar otra mujer a su hijo. Y que a pesar de los esfuerzos de la madre, que buscó a la sustituta de O incluso fuera de Israel, y contra las predicciones de la Madre Pilar, él no se había vuelto a casar. Los contras seguían siendo los mismos: el ex suegro ayudaba a todos sus hijos, les daba casa donde vivir e incluso les facilitaba el trabajo a ellos y a sus maridos o mujeres, "excepto a nosotros, que teníamos que vivir con ellos. Hacía poco que una hija se había casado con un médico al que mi ex suegro le abrió una clínica en plena Vía Dolorosa”. 
     Dándole vueltas a todo esto estaba O cuando llegó su ex marido. Y lo primero que sintió al verlo fue que le quería. “Me gustaba mucho más que el suizo al que le faltaba algo, era un soso. Seguía enamorada de mi marido. Realmente siempre lo había estado”.

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   O fue bien recibida. Ni siquiera la dejaron hacer uso del hotel que había reservado. Pero ni la amabilidad ni la cortesía la impresionaron tanto como que su ex suegra, después de todo lo que había pasado, tuviera la valentía de confesarle que ella, O era el amor de su hijo. “Varias veces me lo repitió: eres el amor de mi hijo”. Puede que fuese la frase, puede que ella misma comprobó que su marido no era de los que se casaban con varias, o puede que, simplemente decidiera que era el momento de volver. Regreso a Madrid a buscar a su hija y volvió a Jerusalén. 
    Nada cambió. El suegro dejó de renovar el contrato de un inquilino de sus pisos para que viviera otro de sus hijos que se casó por entonces. Mientras, O seguía compartiendo casa con sus suegros, eso sí, previamente la pareja tuvo que volver a contraer matrimonio y ya iban tres; dos por el islam, uno por la iglesia católica; dos en Jerusalén, uno en Salamanca. 
   Por entonces, su hija ya tenía 5 años.  La llevó al colegio de las Religiosas Misioneras Hijas del Calvario porque la pequeña solo hablaba español y porque una de sus cuñadas, que entonces tenía unos doce años, también estudiaba allí. Dice O que las monjas apreciaban a la niña, todas las que tenían trato con ella, excepto la Madre Pilar que estaba disgustada por la vuelta de O: ¡Después de todo lo que había hecho para que volviese a España! 
   O quedó embarazada. Y todo estaba bien, menos el hecho de no tener casa propia. La tristeza, la pesadumbre de aquella circunstancia se le debía notar en la cara porque un día su cuñado, el recién casado, visitó a O y le dio las llaves de su casa: “toma”, le dijo, “vosotros id a vivir allí. Mi esposa y yo, nos quedaremos con mi madre”. Finalmente no fue necesario disgustar a la madre con el cambio porque se abrió otro camino, otra alternativa podría dar a O lo que tanto añoraba. 




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   El hermano, el único hermano del suegro de O,  vivía en la ciudad saudí de Jeddah desde hacía algunos años. Dejó Jerusalén durante la guerra árabe israelí de 1948; la guerra que los judíos llaman “de la independencia” y los árabes palestinos consideran como el comienzo de la Nakba, o catástrofe, palabra con la que designan el éxodo palestino de entonces. En estos casos las cifras siempre son poco fiables pero por hacernos una idea, nos fijaremos en los números de la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados Palestinos, contó 711.000, cifra que solo corresponde a las tarjetas de racionamiento que dieron por cuestiones humanitarias. Lo que se puede decir con mayor exactitud, es que desde entonces, los términos refugiado y desplazado van unidos con árabe palestino. 
   El hermano del suegro de O, fue uno de esos árabes palestinos desplazado, obligado a buscarse la vida en otro país. Se instaló en Jeddah y prosperó en sus negocios. Tanto,  que pidió ayuda al marido de O para manejarlos. Ella no las tenía todas consigo, no estaba completamente segura de la bondad del cambio de país, pero, finalmente pensó que era un paso adelante, un movimiento que, al menos, le proporcionaría lo que había venido deseando todos esos años: una casa propia. Y a Jeddah que se marcha junto a su familia, su marido y su hija. Todo lo demás, desde ahora, queda atrás. 
  

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   Israel, a pesar de sus conflictos interminables y de sus particularidades, era un lugar más moderno que Arabia Saudí. Sin embargo a O le iría mejor en el país de las abayas negras. En Jeddah estaba lejos de la presión familiar, allí solo tenía presión social, que se sobrelleva mejor porque se queda tras la puerta de casa, en la calle. Por muy fuerte que sea la presión de una sociedad, su poder nunca puede atravesar los muros de tu cuarto, de tu intimidad. 
Cuando se fue habituando al nuevo ambiente, cuando los días empezaron a ser rutina, el marido iba a su trabajo y los niños al colegio, O se montó un taller de costura. En una habitación puso una mesa grande para cortar patrones, un maniquí para hacer pruebas y una máquina de coser para dar forma a sus vestidos. “Tenía más encargos de los que podía atender, pero estaba feliz. Hacia algo que me gustaba y me pagaban por ello. Allí era yo, me sentía más libre que en Jerusalén y cuando me puse a coser empecé a conocer a mucha gente. Hice muchas amigas”. 
    O, llegó a Jeddah con tres hijos y allí tuvo uno más. Todos estudiaron una carrera universitaria en España, y allí se han casado tres de ellos. La hija menor optó por Jeddah, se enamoró de un vecino al que veía desde la terraza de su casa y se quedó. Pero esta es otra historia. 
  O recuerda de esos años que fue una época tranquila cubierta con la crianza de sus hijos, y más tarde con su trabajo de modista. Guarda en su memoria interminables anécdotas vividas en aquellos años con amigos, con otras parejas con las se reunían a comer, a pasear cerca de la playa, con las que celebraban los eventos comunes de las familias y fiestas religiosas. 
   La pareja compró un piso en pleno centro de Salamanca donde iban todos los veranos. Y a las afueras de la misma ciudad, adquirieron un chalé rodeado de árboles frutales donde tenían planeado trasladarse cuando se jubilaran. Allí el marido de O, en sus días libres, cuidaba de los ciruelos y los manzanos. Llamaba a O que estaba en la casa, para que se asomara por la ventana y viera lo bonita que estaba la fruta. Era verano. Uno de esos de esos veranos volvieron a Jeddah y pocos meses después un aneurisma cerebral puso fin a la vida del marido de O. Y por supuesto, a muchas cosas de la familia, muchas cosas que se interrumpen para siempre, que dejan de fluir donde estaba previsto que fluyeran y toman otros caminos.

MARÍA DE LA O_17. ÚLTIMA PARTE.

    Los años vividos en Jeddah fueron años de estabilidad. Por eso la muerte de su marido, inesperada y pronta, rompió el tiempo. Cuando, unos días después de aquella fractura, se sentó y reflexionó sobre su nueva situación, decidió cerrar la casa de Jeddah y establecerse en Salamanca. En la ciudad española es socia de la Biblioteca Casa de las Conchas porque le gusta leer, también le complace pasear, salir a la calle y caminar hacia donde le apetezca; con frecuencia su destino es la Plaza Mayor donde se sienta en una de sus terrazas a tomar café. Y de vez en cuando viaja a algún sitio con playa. Esa libertad de movimiento es inexistente en Jeddah. En la ciudad saudí el clima y el paisaje hacen imposible, o dificultoso, caminar por la calle. Aunque desde el 2013, sin embargo, está la Corniche, un paseo marítimo que la población utiliza, como no puede ser de otra manera, por la noche. Las vistas que ofrece de la ciudad y del Mar Rojo, son cuanto menos agradables. Y es innegable el atractivo que la noche ofrece desde la Corniche de la Fuente del Rey Fahd.  
   Cuando muere el marido de O, sus hijos ya tienen su propia vida, o están a punto de tenerla, como es el caso de la hija pequeña, con lo cual también se tendrá que ir de casa en breve. Así las cosas, ¿qué puede retener a O en Jeddah? 
   Se traslada al piso de Salamanca. Su marido había fallecido en diciembre. Meses después, un día de primavera, se reúnen hijos, mujeres, maridos y amigos y organizan una comida en el chalé donde O y su marido pasarían su jubilación, si el destino no hubiese decidido otra cosa. Cuenta O que estaban poniendo la mesa para comer cuando el perro, guardián del chalé, empezó a ponerse nervioso, a ladrar y moverse sin sentido aparente. Pensaron que quizás había visto algo o a alguien por los alrededores,  así que los hijos y el yerno de O  se lo llevaron a comprobar si había algún desconocido dentro de la finca. O subió al piso de arriba de la casa y desde la ventana de su dormitorio vigilaba los movimientos de sus hijos y del perro. En eso estaba cuando escuchó lo que le pareció la voz de su marido fallecido, llamándola: ¡Ooooo! ¡Oooooo!  “Era la misma voz de hacía unos meses cuando gritaba mi nombre para que saliera a ver lo hermosas que estaban las manzanas”. Cuando O se desprendió de su ensimismamiento preguntó a su hija: “¿alguien me ha llamado? Y la hija afirmó que si, que la habían llamado, que habría sido alguno de sus hijos.  Ellos aseguraron que en ningún momento habían pronunciado su nombre, y puntualizaron que en caso de haberla nombrado, lo hubiese hecho diciendo mamá y no por su nombre de pila. La inspección por los alrededores del chalé fue infructuosa y dejaron el tema.
   Pero O no olvida la historia: “sentí que era la voz de mi marido, la misma voz y la misma forma de decir mi nombre. A veces creo que esas palabras se quedaron grabadas en algún lugar entre las ramas de los árboles. Desde entonces tengo miedo a pasar la noche sola en aquella casa. Digo que es por si me pasa algo en medio de la noche”. 
    Cuando piensa en su marido, O siente felicidad por el buen tiempo que pasaron juntos, añoranza de los buenos momentos, tristeza porque se fue para siempre, pesadumbre por los malos ratos que acaso se pudieron evitar. En fin, un manojo de sentimientos difícil de digerir de una vez. Quizás si pudiera acercarse hasta su tumba y depositar un ramo de flores, quizás sería más fácil darle las gracias por todo lo bueno que hicieron juntos y pedirle perdón por las equivocaciones. Pero O no puede visitar la tumba de su marido porque en Arabia Saudí las mujeres tienen prohibido entrar en el cementerio.


SARA, LA BUSCADORA

Hay que ser muy valiente para vivir como vive Sara.
        Nació en La Alpujarra, una región de Andalucía ubicada entre la provincia de Granada y la de Almería, en las faldas de la ladera sur de Sierra Nevada. Los aeropuertos más cercanos están a un par de horas en coche. La sierra implanta sus leyes en esta tierra de pueblecitos blancos y es la causa de  que sea una de las zonas de Europa con más superficie protegida tanto, por su medio ambiente como, por su patrimonio histórico. Allí está el Parque Nacional de Sierra Nevada y el conjunto histórico de Barranco del Poqueira. 
     De niña emigró con sus padres a Suecia. Se muestra poco habladora a la hora de contar su experiencia en aquel país donde el Sol debe ser distinto al que alumbra en La Alpujarra. Allí trabajó en varios sitios, el último fue un hotel, donde un día, hablando con sus compañeros, decidió que se marchaba a Australia para  "aprender bien inglés. A los tres meses de estar allí soñaba en inglés. No tenía con quien hablar mi idioma". Y además de aprender inglés, estudió psicología. Se sacó su título en tres años y medio: “ por la mañana cuidaba niños y por la noche iba a la universidad. El dinero que ganaba era para pagar las matrículas“.  Después pensó que sería bueno orientar sus estudios hacía la pedagogía, y así lo hizo. Complementó sus estudios con los que la administración australiana le exigía para ser profesora. Y hasta ahora esa ha sido su profesión: profesora de español, inglés y sueco. 
    A pesar de toda esa trayectoria, que puede parecer intensa a muchos, para Sara la aventura empieza cuando en una página web lee que buscan profesoras de idiomas en Emiratos Árabes. Manda su currículum y pocos días después aterriza en Abu Dhabi, la capital de aquel país.

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    En Emiratos Árabes necesitaban profesores de inglés y Sara tenía su currículum repleto de títulos y experiencias que la acreditaban para el puesto. Por eso le extrañó que no la llamaran pronto y tomó la iniciativa: “telefoneé a la dirección donde había mandado mi CV y pregunté por qué no habían contestado a mi solicitud. Me dijeron que buscaban profesores para primaria, no para cursos superiores. Aún así estaba interesada en el trabajo. Me fui, me entrevistaron y me lo dieron".
       Emiratos es un pequeño país con algo más de ocho millones de habitantes. Está situado en la península arábiga, entre Omán y Arabia Saudí. Sus costas están bañadas por las aguas del Golfo Pérsico. De espaldas al mar vemos una llanura árida que se funde con el desierto del Rub al-Jali. Es el principal productor de petróleo de la zona, produce más que Arabia Saudí y que Irán. Su petróleo y su gas natural le hacen ser uno de los países más ricos del mundo. Y hace gala de ello con magníficos edificios y espectaculares infraestructuras como las Islas Palm, unas ciudades artificiales en forma de palmera: el tronco es la avenida principal de la ciudad donde están los accesos. A través de él, del tronco o carretera principal,  se llega hasta las frondas, que simulan las ramas de la palmera y son las zonas residenciales. Y por último está el creciente, que es un rompeolas gigante en forma de media luna que rodea la palmera.  
    Sara trabajó en Emiratos durante cuatro años. “Fue una experiencia muy intensa. Necesitas un año para adaptarte: cosas sencillas como sacar y enviar dinero para pagar la hipoteca, funcionan de otra manera, hay que aprenderlo. Pero una vez que conoces la burocracia y las normas sociales ya es todo más fácil”. 
    Sara simplifica al máximo su experiencia en el país árabe. Ella es el polo opuesto a esas personas que van de víctimas, a esas personas que lloran y a las que les gusta mostrar a los demás por lo que han pasado, los obstáculos que han tenido que superar. Y ese carácter es de aplaudir pero, sería una historia mutilada si pasamos por alto los sentimientos, las sensaciones, si evitamos pensar en cómo es mudarse a un país árabe donde el clima, la lengua, la religión, las costumbres, la comida, la forma de pensar, de trabajar, el ritmo, es completamente distinto. La experiencia de trasladarse a un país árabe se podría comparar con la de practicar bungee jumping, salto de caída libre: saltas al vacío y después sientes que eres capaz de cualquier cosa. Y Sara también debió sentir algo así aunque su carácter le lleve a hablar más de hechos que de sentimientos.
  Tras cuatro años en Emiratos, es probable que se sintiese capaz de cualquier cosa. Puede que la adeladrina después del salto, después del "bungee jumping",  le diera el empujón definitivo para hacer algo más, algo que quizás venía cocinándose desde atrás, pero que se hizo efectivo en aquel lugar de  Oriente Medio. 

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   Desde hacía tiempo Sara venía pensando en dar un cambio a su físico. Y se puso manos a la obra; buscó cómo, y la búsqueda la llevó hasta Beirut, la capital de Líbano, donde se hizo una operación de reducción de estómago para perder peso. Como el trabajo le permitía pocos días de vacaciones resolvió el asunto en un fin de semana. 
     Dos años más tarde, insatisfecha con los resultados de la intervención quirúrgica, volvió a Beirut y optó por la opción más drástica: cortar.  "La primera vez me cosieron el estómago, la segunda, lo cortaron. Le dije al médico: te pago la mitad, la otra mitad, cuando despierte de la anestesia.  He perdido 34 kilos. Lo recomiendo. No tengo ningún efecto secundario. Solo necesito ejercicio para tensar mi piel y crema para hidratarla. Si comes mucho te pones muy mala, vomitas, sudas, no puedes pasarte. Para otra gente puede que sea una operación chunga, para mi, no. A los tres días de la intervención me levanté, me duché, recogí mis cosas y me fui al aeropuerto. Viajé desde Beirut a Abu Dhabi y desde allí a Madrid y a continuación a Granada.  En ese viaje adelgacé kilo y medio, claro, con los puntos era imposible comer algo. A las dos semanas me los quitaron en Granada. Ahora, con el paso del tiempo puedo decir que ha sido fantástico”.
   Sara cuenta que el mismo día de nuestra entrevista había estado viendo fotos suyas de antes de la operación y que cada vez se siente más contenta de haberse sometido a ella. Dice: "cuando tienes sobrepeso, lo sabes pero, te miras y piensas que no estás tan mal, ahora, cuando veo las fotos....uff....se que hice bien. Y además en este país, sin probadores en las tiendas, estar delgada te facilita un poco las cosas". 
   Esta última idea de Sara demuestra la intención de ser positiva porque, la imposibilidad de probarte la ropa antes de comprarla, es una faena para gordos y flacos. Más, cuando en muchos establecimientos disponen de probadores, pero exclusivamente para hombres. Alguien podría pensar que son ganas de fastidiar. 
 Sara parece que empezó una nueva vida tras la operación. Transmite seguridad en si misma. Se siente guapa y practica la seducción. Su carácter atrevido, su bonita cara y su grandes ojos claros le ayudan en sus intenciones. Resume todo lo referente a su operación con una frase: te cambia la cara, y te cambia el alma". 
  Con este proceso de cambio físico en desarrollo se traslada de Emiratos a Arabia Saudí para dar clases de inglés en una universidad para mujeres en la ciudad islámica por antonomasia, Meca.

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    Meca es una provincia situada en el suroeste de la península de Arábia. La principal ciudad es Jeddah, pero las más conocidas son Meca y Medina. Meca es la ciudad natal del profeta Mahoma y la más importante de las ciudades santas del Islam. Y allí está la Kaaba, una construcción en forma de cubo,  la “casa de dios". Los musulmanes de todo el mundo orientan sus rezos hacia ella. Y la peregrinación hasta este lugar, al menos una vez en la vida durante el mes musulmán de du I-hiyya, llamada Hajj, es uno de los cinco pilares del Islam. El Corán dice que la Kaaba fue construida por Abraham y su hijo Ismael. El material empleado son piedras azuladas y grisáceas de las montañas que rodean la ciudad, y en la esquina oriental guarda una reliquia: la Piedra Negra,  de origen meteórico y considerada por los musulmanes como una piedra del Paraíso.  Tiene unos 30 cm de diámetro y está situada a metro y medio del suelo. Y solo un dato más, para darnos idea de la ciudad de la que estamos hablando: cada año, Meca recibe unos 13 millones de peregrinos sumando los peregrinos del Hajj y los de otra peregrinación menor llamada Umrah.
     A esta ciudad es adonde fue a parar Sara. Si la diferencia cultural es grande con Emiratos, con Arabia y, especialmente con Meca, es brutal. Emiratos fue un entrenamiento. Una universidad de Meca la contrató para dar clases de inglés, solo a mujeres. “ Ha sido una experiencia intensa. Cuando llegué aquí quería morirme.  La primera noche la pasé en un hotel que nos proporcionó la universidad,  horroroso. Llegué a clase con la cara llena de picotazos de bichos y con un moratón que me salió porque me di un golpe con la puerta, no había luz suficiente. Esta no es mi cara,  les dije a mis alumnas. Y por si fuera poco nuestro alojamiento no estaba en Meca, no, estaba a ochenta kilómetros, en Jeddah".
    Sara tenía que ir y venir todos los días a Meca desde Jeddah para cumplir con su trabajo. La trayectoria la hacía en autobús, un transporte en el que viajaban otras profesoras como ella. Dice Sara que con muchas nunca se relacionó: "había malos rollos, muchas envidias, mucho hablar y hablar de las demás. Eran de diferentes nacionalidades, europeas, americanas, sudafricanas, unas estaban casadas, otras divorciadas, solteras.... Un día me llevé un disgusto muy grande porque me dijeron que decían que yo salía con hombres a tomar café. A los pocos días,  en un barco con unos amigos, uno se rompe un brazo y al hospital. Y allí, me encuentro a mi compañera, y yo rodeada de hombres. ¿ Y después de esto que dirán ?".

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   Sara pasaba tres horas diarias con sus compañeras de trabajo en el autobús que las llevaba a la universidad: hora y media para ir a Meca, otro tanto para volver a Jeddah. A parte de la compañía,  el trayecto también era duro de por sí. Los frenazos del conductor y los adelantamientos indebidos, casi permanentemente, hacían del camino algo parecido a un calvario. “He visto accidentes que me han hecho llorar durante días. En una ocasión volcó un autobús y podíamos oír a la gente de dentro gritar. No los podían sacar. Y una de mis compañeras grababa la escena con su móvil y con toda su sangre fría". 
   “Una mañana subo al autobús y veo que habían cubierto las ventanillas con cortinas. Mis compañeras contentas, y yo les dije: ¡hijas mías! , esto es lo mismo que si nos pusieran un saco de azúcar en la cabeza, como si fuéramos prisioneras".
   Sara superaba estos trayectos con resignación, ¿de qué otro modo puede ser? Al llegar a clase, con sus alumnas, se le abría otro frente; dice que se encontraba con unas chicas que tenían más ganas de divertirse que de aprender inglés. Asegura que cualquier video o canción que les mostraba para ilustrar o introducir la clase les producía asombro. Por ejemplo, imágenes de natación sincronizada o gimnasia rítmica, originaban en ellas risas cortadas, comentarios en voz baja; actitudes típicas de quienes sienten pudor ante figuras, modelos, estampas nunca vistas antes y sobre las que vierten sus dudas morales. Y en el caso de ausencia de dudas morales, también es comprensible una risita cuando ves a alguien hacer lo que tu sociedad, o la parte de la sociedad que te rodea, demoniza. Sara dice que sus alumnas necesitaban un poco de libertad, que "están agobiadas de ir de la casa del padre, directamente a la del marido. Y que están hartas de tanta represión". También afirma que había muchas lesbianas en sus aulas. Puede que un porcentaje mayor que en universidades de otras sociedades precisamente, por tanta prohibición. Pero esto, es solo una opinion. Sara apunta finalmente que sus alumnas "por supuesto necesitan un poco más de cultura, que los colegios sean más exigentes, porque les pongo cinco preguntas en los éxamenes y el máximo de puntuación son diez, y les digo ¿cuanto vale cada pregunta?, y echan cuentas con los dedos. Y yo las provoco diciéndoles: por eso no sabemos cómo se construyeron las pirámides de Egipto. Y por eso deberíais estudiar un poquito más, para no ser vosotras las madres de los que tengan que acarrear las piedras para construir pirámides".   
  Cuando se terminaba la jornada Sara volvía a su apartamento ubicado en un edificio donde solo viven mujeres, entre otras, sus propias compañeras de trabajo. “Los apartamentos son pequeños, no hay sitio para nada, no puedo hacer ejercicio. Y cuando sales a la calle, no hay aceras por donde poder pasear, ni luz suficiente en la calle para poder saber qué pisas. El primer día que llegué a Jeddah salí a comprar una abaya y el tío que me la vendía intentaba tocarme simulando que me ayudaba a probármela, le dije: yo se como vestirme. Te voy cortar con un cuchillo. Se lo dije en árabe, aprendí como se dice”.

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    Sara cuenta alguna anécdota sobre hombres que le tiran besos desde los coches o se le acercan con el vehículo y le hablan. “Me choca esa actitud. Me pone de muy mala leche. En otros lugares nunca me había pasado. Un día que iba a casa de una amiga veo un coche que se aproximaba a mi y pensaba que me atropellaba. De igual manera me sorprendo yo misma diciéndoles las barbaridades que les digo”. 
    Después de un año de trabajo en Meca Sara determina que ha llegado el momento de optar por un trabajo que le venían ofreciendo en Jeddah. La decisión fue difícil porque, en la primera ciudad trabajaba para una universidad, en la segunda, sería para una escuela de bachillerato internacional, lo que en su currículum podría lucir menos. Además el sueldo sería algo menos pero, todos estaríamos de acuerdo en que hay cosas más importantes que el dinero: la calidad de vida,  desplazamientos más cortos, una vivienda más agradable, acceso a  gimnasios y piscinas,  y sobre todo, en Jeddah tiene amigos. Además Sara, afirma que también pesó en su decisión el hecho de que, en la universidad el número de alumnas estaba descendiendo y que varias profesoras habían renunciado en los últimos meses. E, incluso comenta que las losas del edificio, de reciente construcción se estaban levantando y hasta eso le hacía pensar en la necesidad de irse de allí. 
     Y como los cambios no vienen solos, como las penas y las alegrías, por esas mismas fechas, en medio de las negociaciones con su nueva empresa en Jeddah, y después de muchos meses, consigue traer a sus cuatro gatos que se habían quedado en Emiratos, dos con una amiga y los otros dos en un hotel. La burocracia para trasladarlos hasta Arabia se le hizo larga y pesada pero, finalmente consiguió tenerlos con ella. Y cuando recuerda el reencuentro con sus gatos lo hace con mucho cariño, con una ternura que, hablando de otras cosas, o no la siente,  o se la guarda para si.  “Cuando los traje a casa, uno de ellos, Namur, me ponía la patita sobre mi pierna como diciéndome ¿eres tú? Por fin los tengo conmigo”.  Quizás Sara sea de esas personas que confían más en los animales que en los miembros de su misma especie. O quizás simplemente sus gatos sean los seres que ha elegido, de momento,  para descargar el afecto que Sara guarda dentro.

SARA-7. ÚLTIMA PARTE.

    En estos años por Oriente Medio, Sara ha conocido a mucha gente “interesante y con talento. Gente de muchos sitios y muy diferente, personas con caracteres que sería difícil encontrar si no sales de tu país; luego vas decidiendo con quién te quedas y quién no te conviene. Para hacer un amigo hay que cerrar un ojo y para mantenerlo, hay que cerrar los dos”.
     En principio,  parece que a Sara le quedan algunos años más de practicar su profesión por los países árabes,  y quien sabe por qué otros países del globo. Desde niña, la adaptación a un país nuevo, ha sido para ella algo repetido, tantas veces ha dejado su zona de confort,  que me atrevería a decir que, para ella son palabras casi, casi vacías.  Ha sido la forma en que Sara ha crecido, el camino, medio impuesto, medio decidido, para llegar donde está ahora: “ahora tengo otro look, me muevo de otra manera, hablo diferente…..tengo más autoestima. He descubierto que puedo hacer cosas que nunca pensé hacer”. Y como remate a esta sincera confesión, Sara añade que “desde que llegué aquí, tengo ganas de probarlo todo.” Y cuando dice todo, dice todo. Y yo, añado que a buen entendedor, pocas palabras bastan. 

VICKY, LA SEDUCTORA

   Vicky nació en Estados Unidos. Su madre embarazada de ocho meses viajó hasta aquel país para visitar a una hermana y allí dio a luz a Vicky. “Parece que tenía prisa por nacer porque casi vengo al mundo en un taxi, de camino al hospital, en Virginia Beach“.  A los dos meses, madre e hija regresan a España. Cádiz la ve crecer. Actualmente, en su memoria, la ciudad andaluza aparece lejana pero permanece intacta en su habla:Vicky no habla español, habla gaditano.
    Nuestra protagonista era muy pequeña cuando su madre se separa del marido, en gran parte debido a los problemas que ese hombre tenía con el alcohol. Poco después vuelve a contraer matrimonio. Se casa con un militar nacido en Texas, EEUU, y destinado en la base militar estadounidense de Rota, en Cádiz. (Esto son unas instalaciones que se construyeron como consecuencia de los Pactos de Madrid:  documentos que se firmaron bajo la dictadura del general Franco, en 1953, y que suponían que España permitía a los EEUU instalar cuatro bases a cambio de ayuda económica y militar. Hoy es un puerto naval y un aeropuerto militar. Es un lugar de paso para aviones de carga y buques de Estados Unidos, y de otros paises de la OTAN, que lo usan para repostar).
        Vicky tenía entonces seis hermanos, y luego llegó el séptimo como fruto de ese segundo matrimonio. Parecen muchos hijos si atendemos a la medida actual pero, serían pocos si tenemos en cuenta que la madre de Vicky tenía quince hermanos, dieciseís con ella. Hoy viven diez.
       Vicky pasó su infancia y parte de su adolescencia en ese rincón gaditano. Cuando tiene dieciocho años a su padre (el segundo marido de su madre al que Vicky aún hoy sigue llamando padre) lo trasladan de Rota a Virginia. Y allí se muda la familia. Vicky fue a disgusto, le dolía dejar a sus amigas, abandonar su entorno. Virgina es una ciudad relacionada con ella pero, realmente ¿qué sabía entonces de ese lugar? Poco, casi nada: que nació allí y que allí vivían algunos de sus familiares. Fue a España como un bebé de dos meses y regresa a Virginia en plena adolescencia, para, en principio, instalarse de forma definitiva.
       Por aquel entonces Disney aún no había publicado la película Pocahontas en la que cuenta la historia de la princesa hija de un indígena del actual Estado de Virginia. La princesa se hizo famosa por su papel en la guerra con los colonizadores británicos. Y en España, es quizás, el personaje de Virginia más popular, pero gracias a la película. ¿No? Bueno, puede que exagere un poco. 

JEDDAH, A UN LADO Y A OTRO