Todavía era una adolescente con sueños de niña, con su vestido de colegio y sus calcetines cortos, cuando empezó a notar que su vecino, un chico que vivía en el edificio de enfrente, la había descubierto. Él, que para ella ya era mayor, tenía veinte años, había visto a la verdadera Diana, había sido capaz de despojarla de su imagen de niña y advertir a la persona que había en el interior. Realmente, muchos de nosotros, cuando notamos que gustamos a alguien de forma especial, nos sentimos revelados, como si hasta entonces solo hubiésemos sido el negativo de un carrete fotográfico, como si fuéramos un cuadro en blanco y negro y, solo esa persona, como por arte de magia, hace surgir el color en nosotros. Y si tienes quince años, todos sabemos que esos sentimientos son los mismos pero multiplicados por mil.
Sin hablar, sin ponerse de acuerdo previamente, solo siguiendo el dictado de la intuición y atendiendo a los mensajes corporales, subieron a las terrazas de sus respectivas casas en un intento de materializar o confirmar todas aquellas miradas, gestos y actitudes. Él, desde allí le tiró un papel con su número de teléfono. El papel pesaba poco y no llegó hasta Diana. Después volvió a escribir el número en un nuevo papel y lo prendió con una pinza de la ropa. Así llegó hasta la terraza de Diana. Hablaron por teléfono. Se gustaron. Y siguieron mirándose desde las alturas algunas veces más.
Una tarde la madre de Diana cayó en la cuenta de que su hija, en ocasiones acompañada de una amiga, subía a la azotea previo paso por el aseo de donde salía bien peinada y con brillo en los labios. La actitud de Diana levantó sus sospechas y decidió comprobar lo que pasaba. Y efectivamente, cuando subió a otear los movimientos de su hija, alcanzó a ver como un joven, en el solario del edificio de enfrente, se agachaba en un intento de esconderse de su mirada, al verse descubierto. Fueron pillados in fraganti, y aunque estaban a varios metros de distancia, es lo más cerca que un hombre y una mujer, sin estar casados, pueden estar en aquel país.
Una tarde la madre de Diana cayó en la cuenta de que su hija, en ocasiones acompañada de una amiga, subía a la azotea previo paso por el aseo de donde salía bien peinada y con brillo en los labios. La actitud de Diana levantó sus sospechas y decidió comprobar lo que pasaba. Y efectivamente, cuando subió a otear los movimientos de su hija, alcanzó a ver como un joven, en el solario del edificio de enfrente, se agachaba en un intento de esconderse de su mirada, al verse descubierto. Fueron pillados in fraganti, y aunque estaban a varios metros de distancia, es lo más cerca que un hombre y una mujer, sin estar casados, pueden estar en aquel país.
El pequeño secreto de Diana se había destapado. “Mi padre me dijo que a mi edad mi única ocupación debían ser mis estudios y que era demasiado joven para pensar en una relación. Y me recordó todas las normas sociales de Arabia que son muy estrictas con estas cosas”. Diana compartía las advertencias de su padre. Estaba totalmente de acuerdo con sus consejos y sus intenciones estaban lejos de defraudarlo. Pero, ¿qué habría de malo en dar otro paso más?
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