jueves, 18 de agosto de 2016

DIANA_6

 Los primeros momentos, tras la muerte del padre de Diana fueron de desconcierto. Para todos. Pero especialmente para Diana y para su madre. Esta última quería vender los muebles, la casa, todo,  y no paraba de repetir “¿y ahora yo que pinto aquí? ¿Qué hago yo aquí sin vuestro padre?” La vida que había llevado en los últimos treinta años se había acabado; sus hijos estaban fuera cursando sus estudios o trabajando, y quien sabe si volverían, y su marido, también se había ido y sin esperanza de que volviera.Y eso duele más sin una fe que te venda un increíble reencuentro en el más allá de todo lo que conocemos aquí. Lo más acertado sería, cerrar la casa, como si de una fábrica se tratara, y volver a España. Había concluido una etapa y había que empezar otra, y mejor en su tierra natal que conocía bien y donde tenía todo lo que pudiese necesitar. En Jeddah, había pasado los mejores años de su vida, y dejaba a muchos amigos, pero era una extranjera.Y ahora, una extranjera sola, sin hijos y sin marido.  “Lo mejor es que me vuelva a casa”, determinó. Pero Diana lo tenía todo abierto en Jeddah. Irse definitivamente no era una opción para ella porque la esperaba Bassam. La tensión de los momentos difíciles o te ayuda a pensar con más claridad  o te ayuda a seguir tus instintos con determinación, sin dar rodeos que la mayoría de las veces son inútiles. Creo que fue esto último lo que llevo al novio de Diana a plantear la solución: “Diana y yo nos casamos ya. Solo yo quedo aquí. Quiero compartir mi vida con Diana, y si ahora marcháis todos, no veo el momento de vuestra vuelta para celebrar una boda. Solo si soy su marido quedaré tranquilo y en paz”.  Así habló a la madre de Diana que, aunque conocía a Bassam desde hacía años, en ese momento lo vio por primera vez como a un adulto, como a una persona responsable y con determinación,  muy seguro de lo que quería. Con aquel discurso, Bassam pasó de niño a hombre ante los ojos de la madre de Diana.  

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JEDDAH, A UN LADO Y A OTRO