jueves, 18 de agosto de 2016

LEILA _ 11

   Leila pasó en casa de sus padres, con su hija, cuatro meses. El tiempo suficiente para que la familia comprendiera y diera por sentado que Leila estaba viviendo la vida que había elegido. En un principio, esa vida parecía estar lejos de lo que sus padres habían soñado para ella, pero a pesar del país en el que vivía, de la diferencia cultural de su marido y de toda su familia política, a pesar de todas las distancias, veían a Leila feliz.
    Leila ya estaba adaptada a las reglas saudíes cuando, al terminar el verano, aquel primer verano de su primera hija, regresó a Jeddah desde Orense. Acabó de adaptarse completamente en Meca a donde volvieron a mudarse. Allí estuvieron 15 años. Después regresaron a Jeddah donde residen actualmente.
   Una de las cosas que más le costó a Leila fue cubrirse el pelo. Quizás parezca una de las normas más sencillas pero, solo lo parece, porque no se trata de ponerse, con más o menos gracia, un bonito pañuelo sobre la cabeza, se trata de ajustarse un velo negro que a nadie favorece, que hace sudar y que además, a muchas, produce alopecia. Pero, la presión social también es grande con esto. En el caso de Leila fueron sus cuñadas, las mujeres con las que se fueron casando los hermanos de su marido, las que veían con malos ojos que Leila anduviera con el pelo descubierto. Le pidieron que se tapara, al menos delante de sus maridos. Hoy, veintisiete años después, en público, tapa también su rostro, solo deja al descubierto sus ojos, y lo hace por complacer a su marido. Y lo peor no es que él quiera ver a su mujer así, es que se siente tan presionado por las costumbres como cualquiera. “En España visto como quiero, vamos al cine, a cenar a un restaurante pero, aquí mi marido quiere que mis hijas y yo vayamos tapadas porque piensa que todos nos miran, que los hombres tienen la vista muy larga y están pendientes de nosotras. Los prejuicios sociales y la presión familiar le hacen ser una persona distinta aquí y allí. Para él, salir de casa en Jeddah es un suplicio. “
     Culturalmente también se fue adaptando: “fui aprendiendo árabe. Fui aprendiendo a rezar. Fui creciendo en todos los aspectos”. La diferencia con la sociedad española es grande pero, las desavenencias con la familia política son tan corrientes en una,  como en otra cultura. Salvo excepciones, que las hay, las suegras son las suegras. Y la de Leila era una mujer que se casó a los trece años con un hombre de cuarenta que se había divorciado dos veces anteriormente. Tenía estudios muy básicos y se había criado en una sociedad más que cerrada, hermética. Sí, en algunos momentos le faltó comprensión, paciencia, algo de indulgencia con Leila. Pero, si se quiere buscar una causa para perdonar, la encuentras en el tipo de vida que llevó, en su ambiente tribal en el que es imposible conocer otra cosa más que los usos y costumbres del grupo y donde la presión social no deja ni una rendija por donde respirar. Leila hoy asegura que se arrepiente de un día que la echó de casa. Y dice que sabe que de alguna manera esa mujer la quería. Seguro que esa mujer, ya fallecida, también conocía la calidad humana de Leila aunque no tuviera palabras ni recursos suficientes para expresarlo. 
     Los padres de Leila tampoco viven ya. Pero sigue volviendo a su tierra en cuanto puede, como antes. Leila, que después tuvo otras dos hijas más, iba a casa  siempre que las  niñas tenían vacaciones en el colegio. Y así aprendieron español, visitando cada verano a los abuelos. Leila les hablaba en árabe, lengua que comenzó a estudiar con la intención principal de poder ayudarlas con las tareas de la escuela.

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JEDDAH, A UN LADO Y A OTRO