El automóvil, siguiendo órdenes del cónsul español, la condujo hasta el convento de las madres teresianas, que estaba, según O, junto al Monte de los Olivos. Una vez allí, en aquel convento, la carga de inseguridad que la embargaba seguía siendo la misma, ni por un momento se sintió más relajada. O continuaba sin poder explicar claramente por qué quería marcharse, quizás porque a ella misma sus razones no le parecían con suficiente peso. Las monjas le preguntaban, y ella solo atinaba a dar razones contradictorias y poco sólidas: insistía en que las relaciones con su marido eran buenas, en que tenía de todo y en abundancia pero, se sentía confundida y como si estuviera viviendo 400 años atrás, le parecía que el viaje a Jerusalén había sido un traslado en el tiempo, se había mudado a la edad media española.
En ese convento de las madres teresianas O recibió la visita del cónsul quien le aconsejó esperar unos días antes de coger el vuelo hacia España para comprobar si su familia política había denunciado su marcha ante la policía. Si era así, la podrían detener en el aeropuerto y regresarla a casa. Mientras, el marido de O visitó varias veces al cónsul en busca de alguna explicación a todo lo que estaba ocurriendo. El diplomático lo describió como sinceramente apenado por la huida de su mujer y su hija y terminó por aconsejar a O que se quedara, que se diera otra oportunidad. Así que después de tres días en el convento, vuelve al consulado. Allí la esperan su marido y su suegro. El reencuentro, después de aquellos días de desconcierto, fue emocionante: “mi marido me abrazó y me besó. Mi suegro no me hablaba”.
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