Al cabo de algún tiempo, cuando Diana consideró que los niños ya podían ser atendidos en una guardería, buscó un trabajo. Y las cosas volvieron a cambiar, reapareció la luz. “Conocí gente, salía una vez a la semana con mis nuevas amigas. Comencé a tener algo de vida social. Aquello era otra cosa”.
Diana vive su rutina con satisfacción: tiene una bonita familia, un trabajo que le agrada, y de vez en cuando viaja a otras partes del mundo. Eso sí, la mayor parte del verano la reserva para su ciudad española donde el clima es fresco y la calle es un lugar de distracción y comunicación insustituible. “Quiero que mis hijos aprendan las dos culturas, que sepan desenvolverse con facilidad en España y en Arabia. Los intento educar con los mismos principios que aprendí de mi padre: tolerancia y respeto hacia los que profesan otra religión o tienes otras ideas. Por supuesto, mi marido que es saudí está de acuerdo. Le gusta España. Y eso que no aprendió español a pesar de que, cuando éramos novios, iba a España en verano para estar conmigo con el pretexto de aprender el idioma (que nunca aprendió)”.
Diana vive la ausencia de su padre. Incluso cuando habla de Bassam, que es su pareja desde hace casi quince años, vuelve a recordar a su padre. No era saudí pero conocía bien la cultura, por el tiempo que vivió allí y por su procedencia, era palestino, musulmán. Aun así y a pesar de lo que muchos puedan pensar Diana dice que su padre era su gran amigo y fue al primero que le habló de Bassam, porque “mi madre era más como Franco”. Y asegura que cuando conoció a su novio supo que “era una persona tan buena y tolerante como su padre. Y con él podría llevar la vida que de niña había llevado con su familia”.
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